viernes, 9 de agosto de 2013

Pronto aprendieron los indios a manejar el caballo

Entrada de Nuño de Guzmán a Michoacán.

   Sorprende la rapidez con que los indios aprendieron a valerse de los caballos, luego de haberlos confundido, al llegar los españoles, con espantables monstruos, mitad hombres y mitad bestias. Pronto se dieron cuenta que eran dos seres distintos, el hombre sobre la bestia, y aprendieron a domarlos y a montarlos, aunque en un principio se les prohibió hacerlo.
   Los Oidores de México, en carta que enviaron en 1531 a la emperatriz de España, dicen de ese cambio de los indios: “No soliendo antes parar delante de un caballo en viéndole correr, agora en un juego de cañas se andan entre el tropel de los caballos y de las varas, más sin temor que los españoles y con hasta más destreza para se saber guardar de ellos”.
   Sin embargo, no fue fácil para los españoles ver a un indio montado  a caballo. Al propio fray Toribio de Benavente, Motolonía, célebre benefactor del indio, en carta al rey, en 1555, le preocupaba que los indios llegaran a sentirse en igual posición a los españoles, y así le sugería que “pues que ya muchos indios usan de caballos, no sería malo que Vuestra Majestad mandase que no se diese licencia para tener caballos sino a los principales señores, porque si se hacen los indios a los caballos, muchos se van haciendo jinetes y querranse igualar por tiempo a los españoles”.

Los indios ya usaron caballos en la Guerra Chichimeca

   Apenas entraba la Conquista en todo su rigor cuando comenzaron los indios a adiestrarse en el manejo del caballo, tanto así que medio siglo después de la toma de Tenochtitlan, durante la Guerra Chichimeca (1550-1600), los indios del centro y norte del país ya usaron caballos, habiéndoles perdido el miedo no sólo a éstos, sino también a los españoles.
   Por cierto que en su afán de infundir temor al enemigo, dice un informe, los indios se pintaban y adornaban en forma tan horrible, para entrar en combate, que hasta las mulas se espantaban.

Llegaron a manejar el caballo mejor que españoles

   Al comenzar la guerra, en 1550, los indios robaban caballos de las estancias ganaderas, para comérselos, pero pronto aprendieron a montarlos hasta llegar a ser “más señores de ellos que sus dueños”.
   El caso es que para 1585, en la última etapa de la Guerra Chichimeca, se generalizó el uso del caballo entre los indios, poniendo en graves aprietos a los españoles:
   “Ya no se contentan con atacar a pie en los caminos, sino que les ha dado por robar caballos y yeguas rápidas y por aprender a montar en pelo, con el resultado de que su tipo de guerra es mucho más peligroso que antes, porque, a caballo, atacan y huyen con gran velocidad”.

Un privilegio para los aliados indígenas usar caballos

   Igual que el conquistador Cortés, los virreyes de la Nueva España se apoyaron en miles de indios amigos para continuar la conquista en el norte del país, de suerte que, primero a los caciques, y después en forma generalizada a los aliados, les autorizaron, entre otros privilegios, el uso del caballo.
   De hecho, una de las condiciones impuestas por los tlaxcaltecas para colonizar y ayudar en la pacificación de las fronteras fue la siguiente: “Que los indios principales de la ciudad que fueren a la dicha población y sus descendientes puedan tener y traer armas y andar a caballo ensillado sin incurrir en pena”.

Nace el caballo criollo mexicano, fuerte y airoso

   Al paso del tiempo los caballos andaluces fueron cruzados con otros provenientes de otras regiones españolas, formándose un caballo criollo mexicano, de más baja alzada, pero muy fuerte y airoso, que el charro mexicano enseñó a su modo: bueno para la carrera, el salto, el jaripeo, el coleadero, la embestida, el desfile y aún las gracias que los buenos caballos saben hacer, de bailar a la voz del amo.
Obras consultadas:
Philip W. Powell. La Guerra Chichimeca (1550-1600). Secretaría de Educación Pública. México. 1984. Heriberto García Rivas. Dádivas de México al mundo. Ediciones Especiales de Excélsior, Cía. Editorial, S.C.L. México. 1965.
Imagen: De la página El Teul en Facebook.
Artículo relacionado: http://arrierosdemexico.blogspot.mx/2013/08/el-dificil-transito-entre-tamemes-y.html

viernes, 2 de agosto de 2013

El difícil tránsito entre tamemes y recuas


   El tránsito entre los indios cargadores y las recuas, como medio de transporte en la Nueva España, no fue fácil. Desde la toma de Tenochtitlan por los conquistadores españoles, en 1521, pasaron 30 años para que se iniciara en serio la sustitución de los tamemes por las carretas y las mulas.
   En el México antiguo habían sido los tamemes quienes con pesadas cargas sobre sus espaldas abastecían a las ciudades de toda clase de mercancías y tributos, ya que no había bestias de carga y tampoco se utilizaba la rueda como vehículo de transporte.
    “Todas las cosas del tributo las llevaban a México, de cualesquiera regiones por lejos que estuvieran, unos como fuertes cargadores, porque todavía no conocían las bestias de carga y por consiguiente estaban acostumbrados todos casi desde la cuna a llevar peso”, dice Francisco Hernández en su obra “Antigüedades de la Nueva España”.

Órdenes de la Corona española a don Luis de Velasco

   Correspondió al virrey don Luis de Velasco, padre, quien gobernó la Nueva España entre 1550 y 1564, aplicar las nuevas leyes de la Corona española que disponían sustituir a los tamemes por mulas, para evitar “los muchos daños e perjuicios en sus vidas por las inmoderadas cargas que les echan, llevándolas de unas partes a otras”.
   De manera específica el rey instruyó a Velasco para que tan pronto llegase a México abriera caminos y sustituyera a los indios cargadores por mulas.
   A su vez, el antecesor de Velasco, el virrey Antonio de Mendoza, al comentarle que él tuvo especial cuidado en mejorar los caminos de Nueva España para evitar el abuso a los tamemes, le recomendaba la continuación de estas obras, en especial el camino a las minas de Zacatecas “para que puedan ir e venir por él arrias y se excusen las vejaciones de los indios”.

Surgen dificultades para cumplir las nuevas leyes

   Sin embargo, con todo y su buena voluntad, no fue fácil para Velasco acatar las instrucciones reales. En su informe al monarca, de 1553, dice que a causa de haberse abolido los servicios personales y los tamemes, se perjudicaron la minería y la agricultura, pues “lo que se puede proveer con caballos y otras bestias de carga es poco”.
   En la ciudad de México, informa Velasco, la situación no podía ser más grave, porque eran los indios quienes llevaban la mayor parte del tributo de la Real Hacienda y de los particulares, en su mayor parte bastimentos, y al abolirse los servicios personales, la ciudad quedó desabastecida de carbón, leña, trigo, maíz y otros artículos, sin que hubiera forma de suplir a los cargadores, debido a la escasez de carretas y bestias. Velasco calculaba entonces en “doscientas mil bocas” la población de la capital, incluyendo forasteros.

Los tamemes desafiaron a los siglos: todavía existen

   No obstante los problemas que acarreó la orden de sustituir a los indios cargadores, Velasco se mantuvo firme en aplicarla, valiéndose para ello de su leal colaborador, el visitador Diego Ramírez; pero lo único que pudo hacer Ramírez fue confirmar que “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.
   En su informe de 1551, Ramírez asegura que cuando se envió al licenciado De la Marcha para pregonar en Guadalajara la real orden que prohibía usar a los indios como bestias de carga, “no lo quiso hacer, antes dio a entender al pueblo que (esto) era perjudicial, y de allí llevó muchos tamemes cargados por todo el camino que anduvo, hasta llegar a las minas de Zacatecas, donde los mineros y encomenderos, personas prósperas, le hicieron banquetes, a los cuales el dicho visitador ha favorecido y favorece”.
   Asimismo, el propio Ramírez, refiriéndose a la provincia de Pánuco, dice en carta al rey que “es notorio que los indios de aquellas provincias están muy fatigados con excesivos tributos que dan a sus encomenderos, trayéndolos como los traen a cuestas a la ciudad de México”. En la misma carta acusa al Oidor de la Real Audiencia, licenciado Tejeda, de obligar a los indios a llevar a México bastimentos, leña y yerba para los caballos.
   El hecho es que, a casi cinco siglos de distancia, en las zonas indígenas del México actual, a falta de otros medios de transporte, todavía muchos aborígenes cargan sus pertenencias sobre la espalda.
Obra consultada:
J. Ignacio Rubio Mañé. Don Luis de Velasco, el virrey popular. México. 1945.
Imagen: Códice Florentino, UNAM-INAH. Gran Historia de México Ilustrada. Ed. Planeta. 2002.
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viernes, 26 de julio de 2013

Sebastián de Aparicio, primer carretero de América

Sebastián de Aparicio en un grabado del siglo XVIII.

   Fray Sebastián de Aparicio, pionero de la arriería en México, primer carretero y primer constructor de carretas y de caminos carreteros en América, nació en humilde cuna de Gudiña, Galicia, España, el 20 de enero de 1502. Al cumplir 20 años dejó el oficio de labrador, que era el de sus padres, y salió a buscar fortuna. Fue a Salamanca, en donde se empleó como arriero. Después pasó a San Lúcar de Barrameda, en Andalucía, y a Guadalcanal, donde trabajó como mayordomo y administrador.
   Atraído por las noticias de riqueza y bienestar provenientes de Nueva España, el joven Aparicio decidió trasladarse a América, lo cual hizo en un barco lleno de aventureros que se burlaban de él por su buena índole y disposición para el trabajo, pero que al final del viaje, al llegar a Veracruz, llegaron a admirarlo.

En 1536 construyó la primera carreta de América

   Al cumplir 30 años de edad fue a radicarse a Puebla de los Ángeles, donde se dedicó a la agricultura. Ahí se dio cuenta  de lo mucho que sufrían los indios tamemes al llevar a cuestas las pesadas cargas -único medio de transportación terrestre existente entonces en la Nueva España-, razón por la cual en 1536 resolvió abandonar los trabajos del campo para volver a la arriería, es decir, el mismo cambio de oficio que operó cuando tenía 20 años.
   Sin embargo, como en aquel tiempo escaseaban en el país los caballos y las mulas de carga, apoyado por Miguel Casado, antiguo soldado y carpintero de oficio, construyó la primera carreta de América, que luego unció a un par de bueyes e inició el transporte de mercancías por el camino de México a Veracruz, mismo que transitó durante seis años. Luego abrió la ruta a Zacatecas para transportar minerales. En ambos casos amplió con sus propias manos los senderos conocidos hasta convertirlos en caminos carreteros.
   En 1542, Aparicio estableció formalmente su negocio de carretas y las produjo en gran cantidad tanto para su uso particular como para otros arrieros.
   Con los ahorros de su oficio de carretero volvió a las faenas del campo y compró un rancho entre Azcapotzalco y Tlalnepantla, que convirtió en refugio de desamparados y asilo de pobres.

Vistió el hábito de franciscano el 9 de junio de 1573

   Sebastián de Aparicio se casó en dos ocasiones, aunque se dice que vivió en perfecta castidad. Al morir su segunda esposa, buscó la paz del claustro, vistiendo el  hábito franciscano el 9 de junio de 1573, pero no olvidó su oficio de carretero, y ya como hermano guiaba la carreta del convento por los caminos de Tlaxcala, recogiendo leña y limosnas para el monasterio de San Francisco de Puebla, hasta que llegó a la vejez.
   Murió el 25 de febrero de 1600, a los 98 años de edad. Su cuerpo se conserva en el convento de San Francisco de Puebla.
   Se afirma que obró milagros en vida y después de muerto, por lo cual el Papa Pío VI expidió el decreto de beatificación en 1789, cuando los caminos carreteros iniciados por él se habían multiplicado en la Nueva España. Se le considera como el santo carretero de América, patrono de los caminantes y conductores de vehículos.
Obras consultadas:
Enciclopedia de México. Director, José Rogelio Álvarez.1978.
Dádivas de México al mundo. Heriberto García Rivas. Ediciones Especiales de Excélsior, Cía. Editorial, S.C.L. México. 1965.
Imagen:  Grabado del siglo XVIII. Enciclopedia de México. 1978.
Artículo relacionado:
http://arrierosdemexico.blogspot.mx/2013/07/los-primeros-caminos-de-nueva-espana.html

viernes, 19 de julio de 2013

Los primeros caminos de Nueva España


   Tan pronto como se consumó la conquista de la gran Tenochtitlan, en 1521, Hernán Cortés dispuso la construcción del camino México-Veracruz para facilitar el tránsito a los tamemes o indios cargadores de a pie y a las primeras recuas de caballos, y diez años después, con Sebastián de Aparicio, a las primeras carretas o carros de América.
   De igual manera, en 1523, Cortés ordenó la apertura de un camino a Tampico, en cuyo puerto mandó instalar el primer muelle que hubo en la Nueva España, y al año siguiente emprendió su viaje a Las Hibueras, donde levantó puentes para cruzar los ríos. Estas obras, conocidas como “Puentes de Cortés”, aún funcionaban 50 años más tarde.

Antonio de Mendoza abre comunicación al Occidente

   Por su parte, el primer virrey, Antonio de Mendoza, también demostró interés en la apertura de caminos. El primero que abrió fue el de México hacia el Occidente, por la ruta que habían seguido Nuño de Guzmán y Cristóbal de Olid, al emprender la conquista de esta región.
   Durante el gobierno de Mendoza se construyeron además los caminos de México a Acapulco, a Oaxaca, Tehuantepec y Huatulco; a Michoacán, Colima, Jalisco y el Pánuco, y a los minerales de Taxco y Sultepec, aparte de mejorar el que ya había entre México y Veracruz.
   Apenas había tomado posesión de su cargo, en 1535, Mendoza mandó construir el camino de México a Guadalajara, que luego continuó por San Juan de los Lagos el virrey Manrique de Zúñiga. En 1542, Sebastián de Aparicio abrió la ruta a Zacatecas. En 1590, el virrey Luis de Velasco, hijo, continuó la construcción del camino México-Acapulco, que había iniciado Mendoza.

Impulso a la construcción de caminos en el siglo XVIII

   El camino de México a Cuernavaca, iniciado por Mendoza y continuado por Velasco, fue ampliado en 1717 por el conde de Moctezuma y Tula. En ese mismo año se habilitó el de Guadalajara-Lagos para el tránsito de carretas.
   En 1720, don Felipe Orozco abrió el camino de Durango a Chihuahua, que el virrey conde de Revillagigedo continuaría más tarde de Chihuahua a Santa Fe; en 1750, el próspero minero de Taxco, don José de la Borda, mejoró el camino de Acapulco, por Chilpancingo; en 1760, don José de Escandón inició al norte de Querétaro la ruta de San Luis Potosí a Monterrey, y en 1768, don Manuel Mascaro construyó la de México a Valladolid (hoy Morelia).
   No obstante los esfuerzos de particulares y de algunos virreyes, como los ya mencionados, por ampliar la red carretera de la Nueva España, todavía a fines del siglo XVIII predominaban los caminos de herradura, por donde transitaban las recuas de mulas, asnos y caballos.

Diligencias a Guadalajara y Veracruz desde 1794

   En 1794 se concedió permiso para establecer dos líneas de diligencias, una con viajes semanarios entre México y Guadalajara, pasando por Querétaro, y la otra de México a Veracruz.
   El virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa impulsó también las obras camineras, igual que los virreyes Revillagigedo y José de Iturrigaray.
   Alejandro de Humboldt, al referirse a los caminos de principios del siglo XIX, decía con admiración que se podía hacer un viaje en carruaje desde la capital de Nueva España hasta Santa Fe, Nuevo México.
   Obra consultada: Heriberto García Rivas. Dádivas de México al mundo. Ediciones Especiales de Excélsior, Cia. Editorial, S.C.L. México, 1965.
   Artículo relacionado:
http://arrierosdemexico.blogspot.mx/2013/04/los-viejos-caminos-reales.html

viernes, 12 de julio de 2013

El caballo de Cortés

El viaje a las Hibueras.

   Hernán Cortés inició la conquista de México en un caballo castaño zaino, pero más tarde lo cambió por otro de los mejores de la expedición: un oscuro llamado El Arriero. Sorprende el sublime fin que tuvo este noble animal.
   Una vez conquistada la capital azteca, el 13 de agosto de 1521, Cortés no dejó de soñar con nuevas hazañas, por lo que en octubre de 1524 emprendió el famoso viaje a las Hibueras (Honduras), donde aparece montado ya en el caballo morcillo, es decir, un oscuro renegrido que, aunque no lo precisa el historiador, era seguramente el mismísimo “Arriero”.

Enferma el caballo y se queda al cuidado de un cacique

   Grandes dificultades sufrieron en este viaje Cortés y sus acompañantes. Baste decir que al cruzar abruptas montañas, pantanos y caudalosos ríos, estuvieron a punto de perecer ellos y sus cabalgaduras. Como resultado de tan accidentada travesía, enfermó el caballo del conquistador.
   Para colmo de males, el morcillo se clavó una astilla en una de sus cascos, y con gran sentimiento Cortés se vio obligado a dejarlo al cuidado de un cacique del Petén, con la promesa de que volvería a buscarlo, pues lo apreciaba mucho.
   El cacique recibió el raro y sagrado animal con el mayor respeto, y Cortés continuó su camino. Fue ésta la última vez que contempló a su morcillo, y además, nunca supo qué fin tuvo, porque a su regreso a México lo agobiaban tantos problemas que ya ni tiempo tuvo de ocuparse de su compañero de aventuras.

Pasaron 172 años sin que los indios vieran caballos

   “El Arriero” había sido abandonado en el Lago Petén-Itza en 1525, y pasaron 172 años antes de que los españoles volvieran ahí para terminar la conquista de Yucatán. Fue hasta 1697 cuando el capitán Martín de Ursúa llegó con su  caballería a Tayasal, acompañado por los frailes Juan de Orbita y Bartolomé de Fuensalida. Sin saberlo, habían arribado al lugar donde Cortés dejara su caballo, pero desde entonces los indios no habían tenido nuevo contacto con europeos, por lo que uno de los caciques, llamado Isquín, cuando vio por vez primera los caballos de Ursúa, casi enloqueció de alegría y de asombro.
   Advertidos de que había un ídolo principal en la Isla Tayasal, los frailes se encaminaron allá, donde dieron con la estatua de un caballo, groseramente tallado en piedra: era Tziunchan, dios del trueno y del relámpago, al que le pagaban tributos. Los frailes se quedaron asombrados, pero poco a poco se enteraron de la historia de aquella deidad.

De cómo acabó sus días el caballo de Cortés

   Cuando años atrás Cortés dejara ahí su caballo, los indios, viendo que estaba enfermo, lo cobijaron en un templo para cuidarlo, y “entendiendo que era animal de razón” le pusieron delante los manjares más exquisitos que ellos mismos consumían, pero nada le ofrecieron de lo que habitualmente comen los caballos, por lo que el pobre animal murió, si no por la enfermedad o por la astilla clavada, sí de hambre.
   Aterrorizados y temiendo que Cortés a su regreso tomara venganza contra ellos, antes de enterrar al morcillo, los indios esculpieron su figura y lo colocaron dentro de un templo en la laguna. Su veneración creció con el tiempo, y el caballo de Cortés pasó a ser el principal de sus dioses.
   Sin embargo, el padre Orbita, “arrebatado de un furioso celo de la honra de Dios”, tomó una gran piedra, derribó el ídolo y lo destruyó, acabando así con uno de los monumentos más curiosos del Nuevo Mundo y un recuerdo de la Conquista que debió haberse conservado.

   Obras consultadas: Juan de Villagutierre Sotomayor. Historia de la Conquista de la Provincia de el Itza. Madrid. 1701.  Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España. Bernal Díaz del Castillo.
   Imagen: Acuarela de Enrique Castell Capurro en Los caballos de la conquista. Buenos Aires. 1946.
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viernes, 5 de julio de 2013

Los caballos de la Conquista


   El conquistador Hernán Cortés introdujo en 1519 al hoy territorio mexicano los primeros 16 caballos, entre ellos cinco yeguas, que iniciaron la fecunda producción equina del país, ¿pero qué clase de caballos eran éstos?, ¿cuáles sus características?, ¿de dónde venían?, ¿en qué condiciones llegaron?, ¿quiénes los montaban y qué impresión causaron a los indios?
   Bernal Díaz del Castillo, historiador de la Conquista, da cabal respuesta a estas preguntas, y no extraña que informe de ello con el mayor detalle, sabiendo que aquellos conquistadores tenían en muy alta estima a los caballos, a los que consideraban compañeros de aventura, al grado de pregonar que después de Dios, a ellos les debemos la victoria.

Muy escasos y caros, los caballos de aquel tiempo

   Informa el cronista que estos primeros equinos fueron adquiridos en La Habana y si no trajeron más fue porque en aquella ocasión no se podía hallar caballos ni negros si no era a precio de oro.
   Dice también que luego de dos semanas de viaje marítimo, al tocar tierra en la boca del Río Tabasco, lo primero que hicimos fue desembarcarlos, pero llegaron tan entumecidos que escasamente podían mantenerse en pie, y de inmediato debió dejárseles en libertad para que pastaran. Tan importantes eran que a sólo 30 españoles se les confiaba su cuidado. El propio Bernal admite que al resultar heridos los curamos con grasa de los indios muertos.
   Grande fue la impresión que los briosos corceles causaron a los aborígenes. De hecho, el éxito de la Conquista se debió en buena medida a que éstos vieron en el caballo y el hombre una sola y terrible unidad.

Los caballos, las yeguas y sus respectivos jinetes

   El capitán Cortés, un castaño zaino;  Cristóbal de Olid, un castaño oscuro, harto bueno;  Francisco de Montejo y Alonso de Ávila, un alazán tostado no bueno para cosa de guerra; Francisco de Morla, un castaño oscuro, gran corredor y revuelto; Juan de Escalante, un castaño claro, tresalbo, no fue bueno; Gonzalo Domínguez, otro castaño oscuro muy bueno y gran corredor; Pedro González Trujillo, un castaño que corría muy bien; Morón,  un overo labrado de las manos y bien revuelto; Baena, otro overo, algo morcillo, no salió bueno para cosa ninguna; Lares, un castaño algo claro, buen corredor; Ortíz El Músico y Bartolomé García, un oscuro llamado El Arriero. Éste fue uno de los mejores caballos de la expedición, que más tarde pasó a manos de Cortés.

   Las yeguas:

   Pedro de Alvarado y Hernán López de Ávila, una alazana de juego y de carrera; Alonso Hernández Puertocarrero, una rucia de buena carrera; Juan Velázquez de León, una rucia muy poderosa llamada La Rabona, muy revuelta y de buena carrera; Diego de Ordaz, otra rucia, machorra, pasadera, aunque corría poco, y Juan Sedeño, una castaña que parió en el navío.

Se multiplicaron hasta formar manadas semisalvajes

   Durante la Conquista y después de ella siguieron llegando a Nueva España caballos procedentes de Cuba, Jamaica y Santo Domingo, principalmente, lo que permitió su rápida multiplicación. Bastaron unas cuantas décadas para que aparecieran en estado semisalvaje en diversas regiones del país.

   Obras consultadas: Bernal Díaz del Castillo. Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, escrita en 1568. Robert B. Cunninghame Graham. Los caballos de la conquista. Buenos Aires. 1946. Imagen: Acuarela de Enrique Castell Capurro en Los caballos de la conquista.
   Artículo relacionadohttp://arrierosdemexico.blogspot.mx/2013/06/los-caballos-de-nueva-espana.html

viernes, 28 de junio de 2013

La maravillosa Cruz de Zacate


La Cruz de Zacate. Tepic, Nay.

   Fue un joven arriero quien, según Domingo Lázaro de Arregui, descubrió en el año 1619, en Tepic, hoy capital del Estado de Nayarit, la maravillosa Cruz de Zacate, que a la fecha, a cuatro siglos de distancia, luce tan verde, fresca y lozana como en el día de su aparición. ¿Es éste un prodigio natural o divino? Cada quien puede sacar sus conclusiones. Los hechos son los siguientes:
   Existe una tradición de que la cruz apareció en 1540, pero el primer historiador que documenta el hecho es Arregui, quien en su Descripción de la Nueva Galicia dice que fue en 1619 cuando cerca de Tepic, habitado entonces por 40 indios y 15 españoles dedicados al acarreo de sal con recuas de mulas, iba un mozo arreando unas bestias, montado en una yegua, cuando de pronto ésta se detuvo y, por más que la espoleaba, ya no quiso caminar.
   Fue entonces cuando vio en el suelo una cruz de zacate bien proporcionada, que se formaba con tierra esponjada respecto al área colindante, y recortada por vereditas de casi tres varas de largo y de más de una vara de ancho (la vara mexicana vale 0.838 metros).
   Había también diferencia entre la hierba que formaba la cruz y la del resto del campo, ya que mientras la primera era menuda, corta y espaciada, la restante era alta y espesa.
   Volvió el arriero a Tepic, y al dar razón de ello, fue mucha gente a ver la cruz, y las mujeres comenzaron a coger de esta yerba para curar enfermedades. Luego se hizo una ramadilla para decir misa y así quedó hasta hoy continuando la gente pía en aprovecharse de la piedra y yerba, y Nuestro Señor en darles con ella buenos sucesos con que corre nombre que hace milagros, dice Arregui en su informe de 1622.

Se erigió un santuario y luego un convento franciscano

   Pronto fue construido al lado de la cruz un santuario, considerado en 1694 por el jesuita Francisco Florencia como uno de los más célebres de la Nueva Galicia. Y en 1784 se edificó a un costado de la iglesia el convento franciscano donde vivió el famoso misionero fray Junípero Serra, fundador de las Californias.
   Varios autores se han ocupado de este raro fenómeno, entre ellos Rafael Landívar, quien en su obra Rusticatio Mexicana (1781) dice que la cruz verdeguea cubierta de florido césped, sin morir nunca, no se reseca por el frío invernal, y ni siquiera se amarilla con las rígidas escarchas. Antes bien –agrega-, mientras languidecen los campos del pueblo bajo el hielo, ella sola mantiene sin desmayar el verdor de su mullida hierba.
   No es menos de admirar –añade Landívar- el desusado prodigio por el cual la cruz, como traspasada por agudos clavos, en el lugar propio de éstos produce siempre tres espigas que sobresalen del resto del césped, verdes al mismo tiempo que éste. Y más aún, la cruz maravillosa, taladrada en el costado, en el lugar de la llaga (donde la lanza cruel descubrió el corazón), muestra una abertura que mana rojo caudal.
   Por otra parte, se dice que durante la Guerra de Reforma, que enfrentó en el siglo XIX a  conservadores y liberales, el coronel Antonio Rojas destruyó la Cruz de Zacate, pero que ésta milagrosamente brotó de nuevo.

Aún los no creyentes admiran lo inexplicable del milagro

   Hoy se ubica en el mismo sitio la Parroquia de la Santa Cruz de Zacate, entre Calzada de la Cruz y Ejército Nacional, Zona Centro, de la ciudad de Tepic. El templo alberga, protegida por altos muros y una reja de hierro, la legendaria cruz, a la que se siguen atribuyendo muchos milagros, según los exvotos de mármol ahí colocados.
    La Diócesis de Tepic asegura que la Cruz de Zacate no recibe cultivo alguno, ni en tiempos de lluvias, ni en las secas, ni en temporada invernal. Por todo ello los fieles católicos la consideramos como una bendición de Dios, y hay que resaltar que aún los no creyentes admiran lo inexplicable del milagro.
Iglesia y convento de la Cruz de Zacate. Tepic, Nay.

   Obras consultadas: Descripción de la Nueva Galicia, de Domingo Lázaro de Arregui (1622) y Rusticatio Mexicana, de Rafael Saldívar (1781).
   Fotografías tomadas por el autor el 9 de junio de 2013.

viernes, 21 de junio de 2013

Don Luis de Velasco, un hombre de a caballo


   Don Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, virrey de la Nueva España entre 1550 y 1564, no sólo pasó a la historia como un gobernante prudente y justiciero al defender a los indígenas contra abusos de los mineros, liberar a 15 mil esclavos ilegales y abolir la encomienda, sino también como un gran caballista, muy diestro y afamado en las artes de la brida y de la jineta y notable impulsor de los deportes hípicos.

Creó la silla vaquera y el freno mexicano

   Dadas sus aficiones hípicas –dice Artemio de Valle-Arizpe-, impulsó mucho en la Nueva España el ganado caballar y mejoró razas con cruzas de potros andaluces y con los bellos, finos, elegantes, de Arabia. Él reformó la silla de montar que trajeron a México los españoles conquistadores y que era la de uso corriente en España. Creó no sólo la silla vaquera, sino el freno mexicano, con el que tan bien se rigen y dominan las caballerías más indómitas, haciéndolas dóciles a cualquier leve llamado de la rienda que les transmite la voluntad del jinete. A esa silla y a ese freno se les dio su nombre ilustre: se les decía “de los llamados Luis de Velasco”. Así se expresa claro en una merced dada en tiempos del virrey don Martín Enríquez de Almanza a dos caciques indios, para que pudiesen, como gracia muy señalada, andar a caballo, pues los indios tenían terminantemente prohibido el cabalgar, cosa que sólo se permitía a los naturales de España o a los criollos.

Poseía los mejores caballos del mundo, y los regalaba

   Juan Suárez de Peralta, cuñado del conquistador Hernán Cortés, asegura que don Luis de Velasco poseía en la Ciudad de México la mejor caballeriza que ha tenido príncipe alguno, porque tuvo los mejores caballos del mundo, y muchos, y muy liberal en dallos a quien le parecía.
   El mismo Suárez de Peralta, al calificar a este virrey como muy lindo hombre de a caballo, dice que tenía la más principal casa que señor la tuvo, y gastó mucho en honrar la tierra. Dio gran impulso a los juegos de cañas*, en los  que participaba con entusiasmo. Era su costumbre ir todos los sábados al campo, al bosque de Chapultepec, donde tenía de ordinario media docena de toros bravísimos, y mandó construir ahí un lindo toril donde se corriesen. Iba  acompañado de todos los principales de la ciudad, que serían como cien hombres de a caballo, y a todos y a criados les daba de comer, y el plato que hacía aquel día era banquete; y esto hizo hasta que murió. Vivían todos contentos con él, que no se trataba de otra cosa que de regocijos y fiestas.
   Nótese que apenas habían pasado 30 años de la toma de Tenochtitlan por Cortés, y al tiempo que se instalaba la arriería como principal sistema de transporte y comercio del país, florecía también el gusto por el caballo y sus deportes, en una tradición que está próxima a cumplir 500 años.
   *Juego de cañas: Juego de origen militar árabe, celebrado en plazas mayores de España y sus dominios entre los siglos XVI y XVIII. Consistía en hileras de hombres montados a caballo (normalmente nobles) tirándose cañas a modo de lanzas o dardos y parándolas con el escudo. Se hacían cargas de combate, escapando en círculos o semicírculos en grupos de hileras.
   Obras consultadas: Artemio de Valle-Arizpe. Virreyes y virreinas de la Nueva España (1933). Enciclopedia de México (1977). Imagen: Wikipedia.

viernes, 14 de junio de 2013

Los caballos de Nueva España


   Con once caballos y cinco yeguas inició en 1519 el conquistador español Hernán Cortés la reproducción equina de México, y en los casi cinco siglos que distan de aquella fecha se han multiplicado tanto que hoy suman cerca de siete millones de ejemplares, ocupando este país el tercer lugar mundial en producción de caballos, después de Estados Unidos y China.
   Desde las primeras décadas de la Colonia los equinos encontraron en México un campo fértil para reproducirse, de suerte que a fines del siglo XVI el notable poeta Bernardo de Balbuena ya destaca en su obra maestra “Grandeza Mexicana” la gallardía, brío, ferocidad, coraje y gala de México y su gran caballería.

Recuas, carros, carretas, carretones…

   Nacido en Valdepeñas, España, Bernardo de Balbuena (1562-1627) fue traído por su padre a Nueva España, a la región de Nueva Galicia, formada por los actuales estados de Jalisco y Nayarit, donde tuvo oportunidad de intimar con la Naturaleza y las bondades del campo. En su largo poema Grandeza Mexicana, Bernardo hace una espléndida alabanza de la Ciudad de México y su intenso comercio:
   Recuas, carros, carretas, carretones,
De plata, oro, riquezas, bastimentos
Cargados salen, y entran a montones […]
   Arrieros, oficiales, contratantes,
Cachopines, soldados, mercaderes,
Galanes, caballeros, pleiteantes […]
   Anchos caminos, puertos principales
Por tierra y agua a cuanto el gusto pide
Y pueden alcanzar deseos mortales.

La gallardía de México y su gran caballería

   Más adelante, al hacer un elogio de los centauros fieros, que en confuso escuadrón rompen sus llanos, de carrera veloz y pies ligeros, el poeta evoca en varios tercetos las hazañas de jinetes y caballos famosos de la historia, para concluir que nada ni nadie podrá contrahacer la gallardía, brío, ferocidad, coraje y gala de México y su gran caballería.
   Comparando después a México con la gran caballeriza del dios Marte, hace Bernardo una bella descripción de las razas de equinos que ya entonces poblaban el país, como el castaño colérico, que al aire vence si el acicate le espolea; el tostado alazán, el remendado overo, el valiente y galán rucio rodado, el rosillo cubierto de rocío, el blanco en negras moscas salpicado, el zaino ferocísimo y adusto, el galán ceniciento gateado, el negro endino de ánimo robusto, el cebruno fantástico, el picazo engañoso y el bayo al freno justo.

Los caballos son del campo, no de la ciudad

   Finalmente, el gran poeta se duele de que los caballos pasen la vida en la ciudad, lejos del campo, su natural hábitat:
   En el campo están ricos los caballos,
Allí tienen su pasto y lozanía,
Darles otro lugar es violentallos.
   No hay jaez de tan rica pedrería,
Ni corte tan soberbia y populosa
Que no les sea sin él melancolía.

   Obra consultada: Bernardo de Balbuena. La Grandeza Mexicana (1604).
   Imagen: Óleo de Rodrigo Barba. Museo de los Cinco Pueblos. Tepic, Nay.

   Para más información sobre el origen y desarrollo del caballo en México, recomiendo al apreciado lector el siguiente artículo:


viernes, 7 de junio de 2013

Nadie como ellos disfrutó el paisaje


Así lucía el Salto de Juanacatlán.

   Los modernos medios de transporte, como el ferrocarril, el automóvil y el aeroplano, desde su aparición en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, trajeron a los viajeros comodidades y ahorros en tiempo y recursos que jamás soñaron. Sin embargo, el precio pagado por ello fue tan alto que se perdió el contacto íntimo con la Naturaleza que el hombre de a caballo había establecido como forma de vida en México durante cuatro siglos.
   Sí, porque no es lo mismo cruzar llanuras y montañas a velocidades de 80 y 100 kilómetros por hora, o peor aún, a bordo de un avión entre las nubes, que apreciar paso a paso, a lomo de mula, las bellezas del paisaje, las montañas y los ríos, las cascadas, los colores del campo, el lenguaje de los animales, los sonidos de la noche, y disfrutar además el contacto directo con las tradiciones y costumbres de los pueblos.
   Abundan los testimonios de visitantes extranjeros que, lejos todavía de la velocidad impuesta por la vida moderna, tuvieron ocasión de gozar esta relación íntima con el paisaje mexicano en los tiempos en que no se podía viajar más que a lomo de bestia, en cómodas literas o en el mejor de los casos, a bordo de diligencias.
   Asombran los relatos de viajeros, testigos de imponentes espectáculos naturales que no vieron ni verán ya las nuevas generaciones, porque incluso algunos de ellos se han perdido para siempre.

Esplendor y muerte de una maravilla natural

Esto es lo que ha quedado de aquel prodigio.

   El Salto de Juanacatlán, sobre el Río Santiago, al Sureste de Guadalajara, que fue hasta hace unas décadas la admiración de propios y extraños, a la fecha se encuentra lamentablemente reducido a unos cuantos chorros de aguas pútridas y malolientes que matan hasta el zacate.
   Esta maravilla de la Naturaleza fue visitada en 1824 por el viajero italiano Giacomo Constantino Beltrami. Así la vio:
   El río se abre paso a través de un “seminario” de rocas dispersas en una pendiente; después se inclina sin tropiezos sobre una de las bocas del precipicio y ofrece una extensión de agua cristalina que se desliza sin ruido. Allí, entre mil curvas, se precipita fogosamente y se levanta en mil pequeñas cascadas separadas; en otro lugar parece una cuna estrecha, para precipitarse después con toda su enorme masa desde una gran altura con un ruido ensordecedor; más lejos, serpentea entre pequeñas islas y rocía árboles majestuosos, cuya sombra desparrama mil colores sobre las ondas; luego se oye que muge, pero ya no se le ve hasta que reaparece en el fondo de un abismo, escapando con gran furia del precipicio que quiere encadenarlo. Me encantaría poder pintar este espectáculo, pero me es imposible. Dudo mucho que los poetas y los pintores más hábiles puedan reproducir este lugar tal y como la Naturaleza lo ha creado; se agotan en él todo lo que de ideal tienen lo bello y lo horrible, y creo imposible que pueda encontrarse algo parecido (El aspecto de las cataratas del Niágara que vi después, no hizo más que confirmar mi opinión). La noche cayó y ocultó este espectáculo maravilloso. Vayamos a soñar con él...

La estúpida indiferencia

   El propio Beltrami comenta luego que cuando regresó a Guadalajara las gentes se sorprendían y aún se burlaban del éxtasis que tal prodigio natural había producido en su alma, y curiosamente, dice, nadie le habló de esto en la ciudad, ni aún las personas más distinguidas de la provincia. “Otro efecto más de esta estupidez, de esta indiferencia asiática”, afirma.
   Tal apatía ante los valores de la Naturaleza, que por lo visto data de  muchos años, es lo que ha provocado la pérdida ¿irreversible? del bello Salto de Juanacatlán. ¡Qué vergüenza!

   Obra consultada: Beltrami, J.C.  Le Mexique. Paris, Crevot, 1830.
     Imágenes: Página de Coplaur Guadalajara en Facebook.



viernes, 31 de mayo de 2013

Qué buscaban los viajeros del siglo XIX

Viaje en litera. Litografía de Claudio Linati (1828).

Intereses económicos, científicos y políticos, además de turísticos, destacan entre los motivos que impulsaron a los viajeros extranjeros a visitar México durante el siglo XIX.
Tomando en cuenta las incomodidades y los peligros que en aquellos años significaba cualquier recorrido por el territorio nacional, debido a los malos caminos, pésimos hospedajes, falta de alimentos y abundancia de aduanas, alcabalas y bandidos, además de que gran parte del siglo lo pasó el país en estado de guerra, sería ingenuo pensar que muchos de estos personajes expusieron su seguridad y comodidad sólo por el gusto a la aventura o por el puro placer de viajar.

El interés científico de Alejandro de Humboldt

Si por sus obras se conoce a las personas, nadie dudaría que el principal interés que guió al alemán Alejandro de Humboldt en su fructífero recorrido por México en 1803 fue el conocimiento científico. Así lo demuestra, entre otras obras, su Ensayo Político Sobre el Reino de Nueva España (1822).
Otro viajero que manifestó intereses principalmente científicos fue el estadounidense John Stephens, quien en 1841 recorrió la Península de Yucatán para estudiar la arqueología de la región. Como resultado de ello escribió Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán.

Objetivos económicos de los ingleses

En los albores de la Independencia visitaron México varios extranjeros, entre otros, el capitán George Francis Lyon, de la Marina Real Inglesa, con el fin específico de expandir los negocios de su país, especialmente los mineros. Basil Hall y William Bullock pertenecieron a este grupo de viajeros, interesados básicamente en cuestiones económicas.

Motivos políticos de estadounidenses y franceses

En los primeros años del México independiente vinieron también extranjeros motivados por cuestiones políticas, como el estadounidense Joel R. Poinsett, quien observó cuidadosamente el territorio nacional, describiendo incluso las bellezas naturales del mismo, pero mostrando siempre especial interés por asuntos relacionados con los territorios que años más tarde se anexarían a su país.
Otro extranjero que vino a México con fines de conquista fue el francés Ernest Vigneaux, quien en 1854 participó en la expedición del conde de Raousset et- Boulbon que pretendía apoderarse de Sonora y declararla territorio independiente.

Beltrami y Ampere, entre los turistas declarados

Finalmente, hubo viajeros que reiteraron abiertamente su condición de turistas como el italiano Giacomo Constantino Beltrami, quien visitó México en 1822 “por el puro interés de conocer países extranjeros aún no pervertidos por la civilización”.
A este mismo grupo pertenece el historiador Jean Jaques Antoine Ampere, del Colegio de Francia, quien en viaje de recreo visitó México en 1852, después de haber viajado con el mismo afán a Egipto.

Imagen: Litografía de Claudio Linati (1828). Gran Historia de México Ilustrada. Edit. Planeta (2002).

viernes, 24 de mayo de 2013

Lujo de locos el turismo del siglo XIX


Asaltantes de caminos.

En sus memorias sobre el viaje que hizo a México en 1824, el italiano Giacomo Constantino Beltrami afirma que en todo su recorrido por el país la mayor dificultad fue convencer a la gente de que su viaje no tenía otro objetivo que el turismo, desconocido en ese tiempo por los mexicanos. “Su manera de pensar está tan alejada de esta idea, que me hacían siempre el honor de considerarme como un loco o como un pícaro”, dice Beltrami.

Entre aduanas, alcabalas y bandidos

Además de la inseguridad provocada por las frecuentas revueltas del siglo XIX, el viajero tenía que lidiar con los malos caminos, el pésimo hospedaje y la falta de alimentos, lo mismo que con la plaga de aduanas, alcabalas y bandidos que proliferaban en el país.
El gobierno con las aduanas, las provincias internas con sus alcabalas y los ladrones con sus asaltos parecían ponerse de acuerdo para esquilmar al viajero, como si el robo fuera un derecho de peaje.

Bandidos al acecho y con protección oficial

Todo desfiladero o recodo del camino, cualquier sitio sombreado, podía ser refugio de ladrones.
En la carretera más transitada, la de México-Veracruz, las gavillas trabajaban en perfecta organización y bien pertrechadas. Con frecuencia actuaban bajo la protección de policías y funcionarios corruptos.
En muchos estados, como San Luis Potosí, los rufianes robaban a los viajeros desprevenidos y poco armados. La falta de comunicaciones facilitaba su evasión y la ausencia de una policía organizada aseguraba su impunidad.

Pobre de aquél que no llevara dinero

Las víctimas de asaltos advertían sobre la necesidad de salir al camino por lo menos con 50 pesos para no verse con las manos vacías cuando se toparan con ladrones, ya que en tal caso éstos se enojarían mucho y como consecuencia el viajero podría recibir malos tratos e incluso perder la vida.
Tal práctica era tan común que en una ocasión se vio anunciado en las calles de la Ciudad de México lo siguiente: “El General de Bandas ha recibido la información de que los viajeros se dispensan de llevar una suma razonable cuando viajan, por lo que se les previene a aquellos que no lleven en su poder por lo menos doce pesos, que serán apaleados”.

Fuente: Margo Glantz. Viajes en México. Secretaría de Obras Públicas (1972).
Imagen: Óleo sobre tela anónimo (MNV-INAH). Gran Historia de México Ilustrada (2002.
Para mayor información sobre el tema, recomiendo al apreciado lector el siguiente artículo publicado en este mismo blog: http://arrierosdemexico.blogspot.mx/2013/05/los-heroes-del-camino.html
También se refiere al tema la siguiente entrada:  http://arrierosdemexico.blogspot.mx/2013/04/los-viejos-caminos-reales.html

viernes, 17 de mayo de 2013

La mejor gente del país


Caminos que recorrió Beltrami en 1824.

Giacomo Constantino Beltrami, italiano jacobino que vino a México en 1824 “por el puro interés de conocer países extranjeros aún no pervertidos por la civilización, publicó en 1830 en Paris su libro Le Mexique, en el que en forma de cartas que dirige a una amable condesa considera con simpatía a los mexicanos, y sólo muestra dos fobias: los españoles y los curas.

A Beltrami le interesa la gente del pueblo y aprecia especialmente a los arrieros, a quienes no duda en calificar como la mejor gente de México.

Habiendo partido, a lomo de bestia, del Puerto de Tampico hacia Altamira, en el hoy Estado de Tamaulipas, Beltrami se queja con justa razón de los mesones, que no son ni albergues ni casas; imaginaos algunos calabozos donde no pasa ni el aire ni la luz sino por el orificio de la entrada, que podremos llamar puerta si así os parece; las velas sólo pueden colocarse en las paredes; no hay cama, sino tablas inmundas cubiertas de insectos […]; si no se quiere dormir en el suelo, hay que llevar un colchón…

Luego añade:

Se viaja durante diez o doce millas por una comarca suavemente ondulada, pasando entre colinas que se llaman miradores… Nos detuvimos a quince millas, al borde de un pantano llamado Río Muerto, y que por sus aguas negras y pestilentes merecería llamarse Río Letal. El suelo es árido, el clima ardiente y sólo hay agua en el pantano. Establecemos nuestro sitio, se descargan las mulas, se descargan los paquetes, y contra este muro apoyo mi camastro, hecho con mis pieles; Mi silla (de montar) me sirve de almohada.

El arriero, que hace las veces de cocinero, prende el fuego para hacer las tortillas, alimento diario que ya ha sido descrito mil veces por todos aquellos que viajan por este país. Busco mis alimentos para la cena en el bosque, ayudado por mi fusil, y encuentro tres conejos, dos liebres y tres pericos, que cuando son jóvenes tienen un sabor delicioso. Los arrieros no quieren probar las liebres. Los mexicanos las detestan y no quieren siquiera tocarlas.

Y agrega: Supongo que reiréis al verme así en compañía de mis inocentes arrieros. Esta casta es, sin lugar a dudas, la mejor gente de México.

Más adelante, el propio Beltrami abunda en su reconocimiento a este sector de la población cuando ya en el Valle del Rincón, cerca de Tula, de donde es originario el capitán de sus arrieros, de apellido Rincón, afirma: Si debiera juzgar las cualidades de esta casta a través de las suyas, merecerían mi estima y mi respeto; es difícil encontrar un hombre que tenga sentimientos más generosos y posea una nobleza más orgullosa que mi mulero.

Obra consultada: Beltrami J. C. Le Mexique (1830).
Dibujo: Alberto Beltrán. Viajes en México. Secretaría de Obras Públicas (1972).

sábado, 11 de mayo de 2013

Los héroes del camino



   Muchos de los viajeros extranjeros que visitaron México durante el apogeo de la arriería, sobre todo en el siglo XIX, no escatimaron elogios para los arrieros, resaltando sus excelentes servicios como guías, paciente resistencia, puntualidad, hábil ejecución del deber y especialmente su vocación de honradez.
   En anteriores artículos mencioné los elogiosos comentarios que en su momento hicieron sobre los arrieros mexicanos el capitán inglés George Francis Lyon y el botánico austriaco Carl B. Heller. Ahora transcribiré unos párrafos de la obra México como fue y como es, publicada en 1844 por el escritor estadounidense Brantz Mayer.
   Refiriéndose este autor a la pobreza de la inmensa mayoría de los mexicanos, a su dieta raquítica, a su ropa burda y alojamiento miserable, destaca sin embargo la inteligencia y energías que manifiestan en grado superior cuando éstas se requieren.

Hombres que pusieron en alto el nombre de México

   De tales virtudes –dice Mayer- son ejemplo los arrieros, portadores comunes del país, por quienes se hace casi todo el transporte de la más valiosa mercancía y metales preciosos. Forman una gran parte de la población, sin embargo, ninguna clase similar en otros lugares los supera en vocación de honestidad, puntualidad, resistencia paciente y hábil ejecución del deber.
   Y esto, agrega el autor, a pesar de las perturbaciones que sufre el país a través del cual viajan (se refiere a las constantes revoluciones del siglo XIX) y las oportunidades que ofrece como consecuencia de la transgresión.
   Nunca estuve tan sorprendido –añade Mayer- con el error de juzgar simplemente a los hombres por su vestido y fisonomía, como con los arrieros. Un hombre con ojos salvajes y feroces, pelo enredado, pantalón cortado y chaleco grasiento que ha usado durante muchas tormentas—una persona, de hecho, a quien no le confiarías llevar un abrigo viejo al sastre para reparación—es con frecuencia en México, el guardián de las fortunas de los hombres más ricos durante meses, en difíciles viajes entre montañas y desfiladeros de las tierras interiores. Él tiene una multitud de peligros y dificultades para lidiar. Él las supera todas— nunca lo roban y él nunca roba—y, en el día designado, llega a tu puerta con un saludo respetuoso y te dice que tus productos o dinero han pasado las puertas de las ciudad.

El orgullo de ser arriero

   Sin embargo –concluye Brantz Mayer-, esta persona es a menudo pobre, sin fianza ni garantías  -sin nada más que su nombre justo y su palabra sin romper-. Cuando se le pregunta si se puede confiar en su gente, él regresa la mirada con una expresión sorprendida, y golpeando su pecho y su cabeza con un desprecio orgulloso de que se cuestione su honor, exclama: "Soy José María, señor, por veinte años Arriero de México. ¡Todo el mundo me conoce!"
   Obra consultada: Mexico as it was and as it is. Brantz Mayer. 1844.
    La imagen corresponde a la misma obra de Brantz Mayer.